Michèle Petit lee Peter Pan de James Barrie

Peter Pan y Wendy o el derecho a la ficción

«No hemos nacido para permanecer en el suelo. Nacimos con alas para volar en muchas direcciones, a veces sin salir del lugar donde estamos »[1]. Según el ilustrador brasileño Daniel Munduruku, este descubrimiento él se lo debió a su abuelo y a su pueblo. En mi caso, se lo debo al personaje creado por James Barrie, que en un principio me llegó, como a muchos niños franceses, por medio del Journal de Mickey y de la película de Walt Disney. Decir que Peter Pan me gustaba, es poco. Cuando tenía siete años, literalmente me sostuvo, me liberó de los inviernos familiares, me abrió otro mundo que transfiguró lo cotidiano. Me dio ligereza y fuerza. Hay obras que despiertan las ganas de trepar a los árboles o de cruzar los mares. Peter Pan me animó a meterme de lleno en el espacio que me rodeaba para poner en escena mil fantasías renovadas día tras día.

Por esta razón, nunca he podido evitar cierta irritación al leer los juicios sobre alguien que tuvo en mí un efecto tan saludable: Peter Pan es un narcisista, un arrogante irresponsable, sin ninguna compasión, incapaz de amar; alguien con una negación feroz ante el paso del tiempo, ante nuestra finitud, ante la realidad toda; o un gran melancólico, un niño triste que trata de disimular su trágica historia detrás de su chispeante movilidad.

Quizás sí.

O más bien, no. Llegó la hora de defender al personaje que me brindó tanta felicidad y exaltación. De expresarle mi gratitud a James Barrie por haberlo inventado y desplegado la geografía de sus aventuras. Y a la empresa Disney, de la cual se han dicho horrores, pero que le dio la vitalidad, la gracia, la levedad de un Gene Kelly o de un Fred Astaire.

Por lo menos, así lo veía cuando era pequeña, y la fuerza del recuerdo es tal que me resulta difícil, muchos años después, al releer Peter y Wendy en la versión de 1911, distinguir qué es lo que le debí a la obra de Barrie, qué a las adaptaciones que conocí de niña y qué a mí misma, pues mis juegos se inspiraron mucho en el periplo del chico que volaba. Pero ¿y eso, qué importancia tiene? No recuerdo quién dijo que, más que un libro, lo que importa es el recuerdo de un libro, cuando empezamos a cambiarlo, a modificarlo, a imaginarlo de otra manera. Cualquier narración continua se transforma, al paso de la lectura y del recuerdo, en fragmentos que adquieren vida propia. Tal vez, sobre todo, cuando se trata de un texto clásico que ha atravesado las épocas y se presta a todo tipo de apropiaciones, reinterpretaciones o asociaciones anacrónicas que son su vida misma. Hoy les daré libre curso. Una vez cerrado el libro, al cabo de unos días, ¿qué es lo que me queda? Veamos: un salto, la voluptuosidad del vuelo, espacios que encajan unos en otros, algunas escenas en la ventana y las voces que cuentan.

Un alegato radical a favor de lo imaginario

El salto es el de Peter que se lanza, se libera de la realidad para llegar a un islote lejano. El júbilo del salto. Peter Pan hace realidad ese sueño humano tan antiguo de moverse como un pájaro, pero sobre todo convierte este vuelo en un gesto de ruptura, sin sentirse agobiado por los escrúpulos. Y ese es el efecto liberador de la obra, como si de entrada se alentara a cada niño diciéndole: “¡Vamos, levanta el vuelo! ¡Y no mires hacia atrás! Lo importante es tu placer.” Peter vuela, y John, Wendy y Michael van detrás de él, olvidándose de la vida de abajo, del padre algo cobarde y de su lógica de banquero, de la madre que quiere poner orden en los pensamientos de los niños. Derivan, flotan, rizan las ondas o se dan contra las nubes; sentimos el transcurso del viaje en sus cuerpos. A veces se apartan un poco del camino.

Muchos cuentos hablan de un personaje que seduce a chicas y chicos y los arrebata a su familia, a la vida sedentaria, a la cotidianidad. Como Peter toca la flauta –igual que el dios Pan, del que también lleva el nombre –, podría hacer pensar en aquel otro flautista, el de Hamelin, que embauca a los niños. Pero lejos de sepultarlos en una cueva, Peter los lleva hacia un espacio abierto a todos los vientos, a todas las posibilidades. Un espacio que contiene gran cantidad de lugares, calas, senderos, una laguna donde cantan las sirenas, grutas atravesadas por ríos, penínsulas, cavernas salvajes, un barco pirata; y a todo ello se agregan una pampa, arrecifes de coral y un bosque que da la impresión de haberse escapado del Sueño de una noche de verano, ya que de noche las hadas regresan a él después de sus bacanales. Y una multitud de cabañas: el casco invertido del barco de John en la arena, la choza construida alrededor de Wendy que, transportada a lo alto de un árbol, se convertirá en la morada de Peter, la casa subterránea, el sombrero que acoge los huevos del pájaro…
Si la obra tiene tanto encanto, es también porque ofrece ese otro espacio, porque condensa todos esos lugares imbricados a punto de desplegarse. Barrie, que entendió muchas cosas, habla del «mapa de la mente de un niño»; sabe que la mente humana tiene forma geográfica (su contemporáneo Freud escribirá de manera cercana y un tanto enigmática: “psique es espaciosidad”). James Barrie siente que el bienestar, pero también el pensamiento, requieren escapadas, salidas hacia lo lejano, retornos hacia lo próximo visto con otros ojos, intercambios entre los espacios materiales y ficcionales, juego. Una posibilidad de entrar a voluntad en otro mundo, regido por otro tiempo, marcado por desfases, propicio a la ensoñación, y de salir de él.

Más que un intento desesperado por detener el tiempo, Peter y Wendy es para mí un manifiesto en favor de ese lugar que Barrie llama Never Land: que vendría a ser lo que llamamos lo imaginario, la ficción, ese otro espacio esencial para la expansión –y el olvido– de sí mismo, ese espacio vital y tan a menudo menospreciado. Un alegato por el derecho a saltar de vez en cuando, lejos de aquellos a los que Rimbaud llamaba “los sentados” sin que nadie nos agarre por la manga.

Es la radicalidad de este alegato, respaldada por la del personaje principal, la que le da su frescura. El menosprecio a la ficción, muy antiguo, se prolongó a lo largo de los siglos y sigue incluyendo a muchos contemporáneos. Para ellos, lo imaginario es un opiáceo, un intento por esquivar el único lugar donde uno tendría que situarse, el de la realidad material. O bien lo ven como un recreo que proporciona a los niños la posibilidad de desahogarse antes de regresar a las cosas serias. Es como si Winnicott y el psicoanálisis no nos hubieran enseñado que lo que hacemos con seriedad y creatividad tiene su origen en el juego y la cultura que lo prolonga. Como si uno no pudiera ser a la vez soñador, lúcido, reflexivo y combativo. Como si no estuviéramos hechos también de nuestras ensoñaciones –no sólo en la infancia, sino durante toda la vida. No regresamos iguales del País de Nunca Jamás; nuestro ser retorna cambiado, ampliado. Algo de la ficción se queda en ese mundo, tal como esas hojas delante de la ventana que caen del traje de Peter, o esa sombra arrancada por la perra.

Como si se tratara de un eco, en su libro Netherland (cuyo título es tan afín al Never Land), Joseph O’Neill plantea la posibilidad de que la realidad sea “anexada benévolamente” por lo imaginario, “de tal manera que nuestros gestos cotidianos proyecten siempre una sombra secundaria procedente de otro mundo y que, en esos momentos en que nos sentimos propensos a apartarnos de los significados más plausibles y dolorosos de las cosas, encontremos alivio por el hecho de sentirnos vinculados a un sentimiento del mundo lejano y familiar, así como al lugar que ocupamos en él. Es la incompletud de la ensoñación la que acarrea los problemas –continúa diciendo el narrador–, el hecho de no tener “la cabeza lo suficientemente metida en las nubes.”[2]

El pequeño flautista facilita la transición hacia las nubes, hacia esa dimensión fundamental de la vida tan negada, tan menospreciada: lo que podría ser, lo que hubiera podido ser, ese otro mundo, lejano y familiar, que proyecta su sombra o su luz sobre nuestros gestos cotidianos. Acompaña hacia ciertos puntos de transición desde los cuales despeñarse hacia esta otra dimensión.

Un homenaje a la literatura, oral y escrita.

Para otros, estas transiciones se realizan guareciéndose en una madriguera o atravesando un espejo. En Peter Pan y Wendy todo gira alrededor de ventanas. A través de la ventana de su habitación, condenada desde entonces, Peter ve a un niño que duerme en su cama y una parte de él queda irremediablemente herida. A través de otra ventana, más tarde, oye a la señora Darling o a Wendy relatar un cuento y descubre que nada le agrada más que las historias. Por lo tanto, tendrá que ir a robarlas, noche tras noche, pues no conoce ninguna[3]. La mirada lo había excluido, desterrado por siempre jamás; la voz y los cuentos lo acogen y lo reparan. A través de la ventana, de nuevo, los niños se embarcan hacia la isla lejana, de la que pueden volver a casa a discreción –igual que se hace cuando abrimos un libro y luego lo cerramos a nuestro antojo. Peter Pan y Wendy es también un discreto homenaje a la literatura, oral y escrita, vía privilegiada de acceso al País de Nunca Jamás. La relación con la narrativa, la literatura, lo escrito, tal vez constituya el corazón mismo del libro.

Cuando Barrie era niño, su madre le leía Robinson Crusoe, La Isla del tesoro, Las mil y una noches, que pedían prestados por unos cuantos centavos en la biblioteca cercana. O bien hojeaba historias de piratas en Penny Dreadfuls. Pronto comenzó a escribirlas él mismo y corría a contarlas a su madre, que compartía su afición por los libros. Él también quedó irremediablemente herido cuando ella se apartó de él tras la muerte de su hijo preferido. Pasó años tratando de reanimarla y de consolarla.

Llegado a la edad adulta –si es que alguna vez llegó–, para escribir la obra que le haría famoso, se inspiró en los juegos puestos en escena con los niños Davies, a los que había adoptado, y se acordó de sus lecturas. Espigó en los cuentos de hadas (Cenicienta) y en los mitos antiguos (Pan, Mercurio, la Odisea, de la que raptó algunas sirenas), y también abrevó en las obras de Stevenson, Wyss, Fenimore Cooper, Defoe, Marryat, Shakespeare, Jonathan Swift, Lewis Carroll. Tal vez de Mozart y Beaumarchais.

No sé si a Barrie le gustaba Las Bodas de Fígaro, pero en Peter Pan hay algo de ese Cherubino que huía por la ventana para proteger su parte de niñez y escapar a la siniestra realidad del alistamiento militar. Uno y otro son inasequibles y se les califica de narcisistas. Ambos se valen de astucias para burlarse de unos hombres mayores que quieren mandar a estos rivales más apuestos a la muerte y, para eso, se disfrazan de niña.

Y es probablemente su androginia, que también forma parte de su encanto, lo que me incita a cotejar uno con otro. Como estos papeles de hombres jóvenes que, en la ópera, son cantados por mezzo sopranos travestidas, Peter Pan, feminizado por su ligereza, hasta hace poco ha sido interpretado en el teatro por mujeres. Esto no pasó inadvertido para las producciones Disney, que lo dotaron de una cabellera un poco más larga de lo que se acostumbraba en los años cincuenta y de una túnica ceñida a la cintura que se ensanchaba como una falda. Tal vez fue eso lo que permitió a las chicas sentirse cómodas en la obra porque, en verdad, el personaje de Wendy… ¿a qué niña le gustaría representarlo?
Aquí Barrie no se mostró muy inspirado ni tampoco fue audaz. Pobre Wendy, destinada de por vida a los quehaceres y a las virtudes domésticas, e insatisfecha en los asuntos amorosos. A diferencia de Cherubino, enamorado de todas las mujeres, Peter parece ignorar el deseo, pese a llevar el nombre de un dios lascivo. Wendy se quejará bastante de ello, lo mismo que Campanita.

Retrato del lector en Peter Pan

Hoy en día, Peter Pan me hace pensar en otro ángel benévolo: el protagonizado por Seymour Cassel en la película Faces de Cassavetes. Salta por la ventana después de haber salvado con mucha ternura a una mujer que quería morir –una de las más bellas escenas de amor de la historia del cine. Él estaba de paso, sólo para hacer bailar a las mujeres que le tenían miedo al tiempo, para devolverles el ánimo de vivir. Luego saltaba descalzo sobre el techo de la casa vecina cuando regresaba el marido con sus zapatos pesados. Y se marchaba sin pedir nada, sin mirar atrás. Igual que Peter.

Entre las críticas que se le hacen a Peter Pan, figura siempre la que le reprocha ser amnésico. Pero ¿por qué tendría él que acordarse de cada persona? Tiene demasiado que hacer: recorrer todo el mundo para acompañar a los niños que acaban de morir para que no tengan miedo, dice Barrie, o escoltar al niño que hay en cada uno de nosotros para hacerlo bailar, riéndose de los cocodrilos.

Peter Pan tenía todo para hacer soñar a la chica que era yo: solitaria, agobiada por discordias familiares, frágil, un tanto andrógina. La obra de Barrie también tiene mucho para divertir a la antropóloga de la lectura en que me convertí, pues las críticas que se le hacen al personaje son las mismas que las que se hacen a los lectores, y sobre todo a las lectoras: que son unos egoístas, siempre con la cabeza en las nubes, que se olvidan de todo. Es cierto que los lectores se olvidan de todo por un tiempo, como esa mujer de campo que me dijo alguna vez: “Si es realmente apasionante, me planto ahí. No importa que griten mis hijos, que tengan hambre, no vale la pena. O les preparo un huevo frito, y rápido regreso a mi lectura. Entonces puedo leer aunque tenga una bomba a mi lado.” Ellos también sueltan amarras, le dan la espalda a sus allegados y remontan el vuelo: leer es pasar, de un salto, a otro espacio, sobre todo si se trata de obras literarias. Mucho más que entregarnos un mensaje, la literatura nos abre un universo en el cual desplegarnos y constituir, a lo largo de nuestras lecturas, un País de Nunca Jamás, esta reserva poética y salvaje de la cual podremos echar mano toda la vida para proyectar en lo cotidiano un poco de belleza, de fábulas, de historias que tal vez nunca se realizarán, pero que sin embargo contribuyen a definirnos. Para dar forma a lugares en los cuales vivir y acondicionar habitaciones propias en las cuales pensar.
Por lo demás, las metáforas que emplean muchos lectores hacen pensar en Peter Pan y Wendy pues asocian la lectura con una isla lejana o una cabaña encaramada en un árbol, como queriendo avisar a los de abajo: aquí no podrán alcanzarme.

Peter Pan, ese analfabeto caprichoso que, tras haber escuchado historias en la ventana, sale volando para ir a contarlas a los niños perdidos (después de todo no era tan egoísta, ¿verdad?), es la figura misma del lector. O de la lectora.


 

[1] Daniel Munduruku, citado por Marcia Wada en: «Recuperación y difusión de tradiciones culturales», Primer Encuentro Nacional Interculturalidad y Biblioteca Pública: Palabra, Memoria e Identidad, Bogotá, nov. 2009.
[2] Joseph O’Neill, Netherland, París, Ed. de l’Olivier, 2008, p. 126.
[3] Al contrario, Garfio es presentado como un raconteur famoso. ¿Quizás esto aclare, en parte, la ambivalencia de Peter hacia él? Peter le cortó la mano derecha, la que escribe. ¿Y si Garfio hubiera sido escritor en una vida anterior? ¿No lleva el mismo nombre, James, que su creador? En varias ocasiones, Barrie sufrió de “calambre del escritor” a tal punto que aprendió, no sin dificultad, a escribir con la mano izquierda: “Sorprendente y siniestro eco de la minusvalía del Capitán Garfio”, anota Alison Lurie en Don’t Tell the Grownups.