Perrault como encrucijada
Ana Díaz-Plaja Taboada (Universidad de Barcelona)
Cuando desde la coordinación del Máster LIJ me propusieron coordinar el programa de lecturas sobre los cuentos de Perrault acepté encantada. Qué magnífica ocasión –pensé- de calibrar y comentar estos 11 cuentos que están en la base de tantas discusiones entre lectores, estudiosos y mediadores. Que son tan conocidos y tan desconocidos a la vez. Que son tan diáfanos y tan polémicos simultáneamente. Que levantan tantos interrogantes como soluciones ofrecen
¡Cuántos niños –¿diríamos que todos?- conocen a Caperucita Roja o a la Bella Durmiente o a la Cenicienta! Y, sin embargo, cuántas veces he comprobado en mis cursos que los futuros mediadores –maestros, bibliotecarios, – descubrían que estos relatos no eran de Walt Disney. Que había versiones en que la cándida Caperucita no era salvada por ningún cazador. Que estas diferencias se deben a escritores que se llamaban Charles Perrault, Wilhelm i Jakob Grimm, Cecilia Böhl de Faber, Basile o el Infante Don Juan Manuel. Y que, en suma, los cuentos de hadas de siempre eran muy cambiantes, que siempre tenían trayectorias literarias diversas, donde el relato ha ido cambiando, adaptándose, variando.
Para los estudiantes que formáis parte de este Máster, estos descubrimientos de mis estudiantes de grado son certezas que tenéis incorporadas y adquiridas desde hace tiempo. Leísteis u os contaron muchos de estos cuentos cuando erais pequeños; tal vez los estudiasteis en vuestra formación universitaria; habéis aprendido aquí a acotar y a analizar la literatura infantil y juvenil. Dentro de ella, a distinguir entre la literatura popular y la de autor; habéis oído hablar del canon de los autores de literatura infantil y juvenil y la literatura de consumo; conocéis la diferencia entre una versión u otra de un cuento popular; el valor de la narrativa oral y cómo un texto se transforma al formar parte de un álbum. Y, sobre todo, sabéis la importancia que tiene la ubicación histórica de un texto literario determinado. Cómo ese mismo texto altera su valoración lectora a través del tiempo, y cómo el conocimiento del contexto en que se produjo ayuda al experto en LIJ a juzgar rectamente una obra determinada.
Permitidme que comparta ahora con vosotros una reflexión sobre el contexto de nuestro autor, Charles Perrault. Una reflexión que nos llevará a comprender cómo en su persona se aúnan y conviven elementos claves para entender qué es un cuento, qué significa escribirlo, para qué sirve y cómo hemos de valorarlo. En Charles Perrault se concitan diversos aspectos que forman eje del estudio de la literatura infantil: el factor histórico, la dependencia de la literatura oral, el objeto de su existencia.
Propongo repasar en forma de cuatro preguntas las circunstancias del académico Charles Perrault y de cómo llegó a escribir estos famosos once cuentos.
¿Quién es el autor de los Cuentos de Perrault?
Charles Perrault nació en 1628 y murió en 1703, fechas que enmarcan el Gran Siglo francés. Era la época de Richelieu, de Luis XIV, con su inmenso poder absoluto y de sus potentísimos ministros. Francia vive su época dorada; del clasicismo francés, faro de toda Europa; de esa cultura surgen Corneille, Racine, Molière o Boileau. Se establecen también los principios de la norma, de la mesura y del buen gusto; se vuelven los ojos a la Antigüedad. Nacen las academias y los salones; se escriben artes poéticas que dictaminan los modelos a seguir y se desarrollan polémicas sobre cuál ha de ser el rumbo exacto de la cultura.
Charles Perrault vive en el ojo del huracán de este complejo sistema cultural. Vive la cultura de la corte; es académico y colabora con los ministros del Rey, especialmente, con Colbert. Perrault capitanea una de las más importantes querellas, la de los Antiguos y Modernos; disputa con los eminentes preceptistas; tiene a su cargo la defensa de la cultura que emana de la corte. Y he aquí, que en medio de esta agitada vida cultural, el académico Charles Perrault reúne en un volumen, en 1694 Cuentos de antaño, tres cuentos en verso que había publicado en años anteriores: “Grisélidis”, “Piel de asno” y “Los deseos ridículos”. Todo un ejercicio sorprendente para quien se movía entre académicos y disputas de alto nivel.
Tal vez por eso no es casual que, en 1697, aparezca otro volumen, con ocho cuentos más, esta vez en prosa. Sus títulos: “La Bella durmiente del bosque”; “Caperucita roja”; “Barba azul”, “Maese gato o el gato con botas”; “Las hadas”; “Cenicienta o el zapatito de cristal”, “Riquete el del copete”, “Pulgarcito”. Pero esta vez, quien firma no es Charles Perrault, sino Pierre Perrault Darmancourt, el hijo de Charles Perrault.
Desde este momento a nuestros días, se han vertido litros de tinta para averiguar quién es exactamente el autor de estos ocho cuentos. Polémicas filológicas e historicistas sin fin han llevado al casi convencimiento de que el autor es Charles Perrault, padre, que prefirió alejar su nombre de unas producciones literarias que podían poner en cuestión sus intervenciones intelectuales en polémicas de tan alto compromiso político. Así, pues, ¿los escribió Charles Perrault? ¿Por qué aparecen firmados por su hijo? ¿Colaboró éste con su padre? ¿Compartieron autoría?
¿Qué significa escribir un cuento?
La “paternidad” de los cuentos –y nunca mejor dicho en este caso- nos lleva a una reflexión pertinente en la escritura de los cuentos. Si decimos que los escribió Charles Perrault, padre, ¿nos estamos refiriendo a que los creó de la nada? ¿que son un producto de su invención? Quizá tenemos la idea que todo texto proviene exclusivamente de la mente del artista que los forja y los plasma en un papel. Que si hablamos de los Cuentos de Perrault estamos señalando una autoría, y alejándonos de la tradición oral popular y anónima. Pero esta frontera –narración popular y cuento de autor- es difícil de establecer. La literatura infantil –y la no infantil también- tiene en esta bisagra entre tradición e invención uno de sus más interesantes problemas epistemológicos. En el caso que nos ocupa, el propio Charles Perrault, en su prólogo –y siguiendo el hilo de su querella entre Antiguos y Modernos- nos da la filiación de algunos de ellos; su relación directa con las leyendas de la antigüedad; así, por ejemplo, “Piel de Asno” tiene una relación directa con la Fábula de Psiquis. Los estudiosos, a su vez, han ido siguiendo el rastro de cada uno de los once cuentos: Basile, Straparole, Boccaccio o la tradición oral. Historias que se remontan al origen de la palabra humana. Y que cada cultura, cada tanto, ha encontrado el artista que ha oído, o que ha leído. Y que después ha reescrito. Desde Homero a los Hermanos Grimm; desde Esopo a los folkloristas del XIX, muchos escritores han partido de las historias de otros, las han amalgamado o reelaborado y les han dado la impronta de su época y de su propia escritura. Charles Perrault elige, modela y da forma a las historias que leyó, desde la Antigüedad grecolatina a las colecciones de cuentos del siglo XIV y XV. ¿Pensando en los niños? ¿Pensando en sus sesudos contrincantes en las querellas académicas? ¿En las damas de sus salones?
¿A quién se dirigía Perrault?
De nuevo topamos con otra de las cuestiones esenciales de la literatura infantil. Desde la lejana y conocida tesis de Paul Hazard[1], sabemos que la literatura infantil no siempre es la que se escribió para los niños, sino que es la que ellos escogieron para formar parte de su acervo. Esta bonita -e inexacta- metáfora ilumina uno de los aspectos esenciales de la crítica contemporánea: la recepción de una obra por parte de sus lectores, el uso que de ella hacen o el destino que le dan. En suma, los canales lectores que conducen a que un texto se clasifique dentro de un ámbito determinado de lectores. Así, por ejemplo, la literatura femenina, la de género, la de masas… y la infantil. Son aspectos complejos, que pertenecen a la historia de la lectura, a la sociología o al contexto histórico y educativo, han decantado un libro hacia una franja de lectores u otra.
En el caso de Perrault, “los destinatarios (—) no eran los niños ni los campesinos analfabetos, sino los cortesanos y las précieuses.” [2] En la época, los contes de fées(cuentos de hadas) eran una moda literaria más. Así es en el caso de Perrault: en algunas de sus dedicatorias o moralejas, se dirige a señoritas y a damiselas que debían leer embelesadas estas relatos, junto a cortesanos y ministros. Una extravagancia más en la refinada corte de Luis XIV.
¿Qué función tenían estos cuentos?
Leídos hoy día, algunos de los cuentos de Perrault asustarán por la dureza de algunas imágenes, por algún final desesperanzado, por la crueldad de algunos planteamientos. Y la mayoría de sus moralejas resultan inadecuadas en una sociedad actual, que se quiere igualitaria y democrática. Hoy día muchos editores suprimen estas moralejas; otros endulzan sus finales. Otros, sencillamente, rechazan sus versiones para irse a otras más amables. Sin ir más lejos, las de los hermanos Grimm. No hay en ellas tanta sangre ni crueldad, y son más fácilmente adaptables a una idea dulce de la infancia, como muy bien supo ver Walt Disney.
No olvidemos que los Grimm, quizá por primera vez, destinan su recopilación a los niños:Kinder und Hausmärchen.(Cuentos del hogar y de los niños) En el XIX hay ya una idea de la infancia como un colectivo segregado que hay que educar, que hay que preservar de ciertas imágenes truculentas. Y al que hay que inocular, también, una cierta idea de educación y convivencia, que no es exactamente la misma que en el siglo de Perrault. Ni mucho menos que en nuestro siglo. Por eso los cuentos se siguen adaptando y adaptando a la moral que defendemos, y hoy encontramos caperucitas feministas, lobos vegetarianos y bellas durmientes demócratas…
Charles Perrault escribió sus cuentos con la finalidad de educar, claro está: ahí están sus moralejas y sus consejos. Pero en el XVII y en su ambiente las clases sociales, las relaciones políticas y el poder de uno y otro sexo funcionaban con baremos muy distintos a los de hoy. Por eso nos asombra que un cuento tan sádico para su protagonista femenina como “Grisélidis” fuera, en su tiempo, una alegato en defensa de las mujeres….Esas mujeres que eran una gran parte de su público, que le leían en los salones y en los círculos cultivados.
Pero Perrault no pretendía únicamente educar. Si tomaba los modelos de los cuentos antiguos era para modelarlos con su lengua. En suma, para darles su forma personal y para hacer de cada historia conocida una versión nueva; de cada texto una pequeña joya de estilo. Y por ellos entró en la Historia de la Literatura, aunque a veces se escriba con las minúsculas que se atribuyen a la literatura infantil.
Os recomiendo que leáis los cuentos de Perrault con esta doble visión: por un lado, saboreando su estilo, su preciosismo y brutalidad, sus imágenes duras y sus recreaciones delicadas. Pero también aprendiendo a situarnos en una época cuyos lectores tenían unas expectativas, una moral y unos propósitos diversos a los nuestros. Sus exégetas, abundantísimos, han hecho una inmensa labor de análisis, y tiempo tendréis para leer las diferentes maneras que la crítica ha usado para enjuiciar estos cuentos. Ahora adentrémonos en sus palabras. Dejémonos llevar por ellas hasta el siglo XVII. Y disfrutémoslas como lectores del XXI.
Una cosa más: recomiendo la edición bellísima de los Cuentos completos de Charles Perrault publicada en 1998 por la Editorial Anaya, con prólogo de Gustavo Martín Garzo y apéndice de Emilio Pascual.
[1] Nos referimos al histórico estudio de Paul Hazard Los libros, los niños y los hombres, cuyo original se publicó en 1949. Barcelona: Juventud, 1988
[2] Valentina Pisanty, Cómo se lee un cuento popular. Barcelona: Paidós, 1995, p. 61-62